A los jóvenes de este siglo, que ya empieza a mostrarse en toda su magnitud con sus peligros y potencialidades todavía nacientes, les esperan sin duda alguna grandes dificultades. Y sin embargo, los cimientos del futuro no están en los jóvenes, sino en las generaciones inmediatamente anteriores, que hoy por hoy sustentan el entramado institucional (incluidas las familias) que define a las democracias actuales y su futuro a corto y medio plazo. Si algo nos ha enseñado la implementación sucesiva de distintas leyes educativas en este país es que o bien el sistema educativo no funciona como debería, o bien que dichas generaciones carecen de estrategias para formar a un grupo poblacional muy especial: nativos tecnológicos, hijos de la crisis inmobiliaria del 2008 y herederos de un sistema desgastado que se resiste a cambiar las reglas del juego, por no hablar de la más que obvia interrupción de la normalidad que llevamos sufriendo desde principios de este año, que no parece aminorar su marcha y cuyas secuelas están todavía por verse.
Tenemos como reto formar a los profesionales del futuro, sí, pero sobre todo a la ciudadanía (madura y competente) del mañana. Por eso, fomentar el debate público e intergeneracional debería convertirse en un objetivo inmediato. Debemos formarnos en la capacidad de problematización, en el cuestionamiento de la herencia recibida, en la emancipación intelectual y crítica de jóvenes y adolescentes, en conceptos clave como sujeto y comunidad moral, pluralidad, integración, convivencia… y hacer de todo ello la columna vertebral de nuestro sistema educativo. Asignaturas como Filosofía o Ética, generalmente vapuleadas tras cada reforma educativa, lo intentan al hacer énfasis en las competencias del alumnado y no tanto en su capacidad memorística, pero sólo un enfoque holístico será capaz de conseguirlo. Para ello, nuestra obligación es incidir en el desarrollo de las humanidades, en armonía con el resto de saberes.
Los jóvenes -y permítanme ahora, ustedes, incluirme en esta categoría- no
rechazamos en absoluto a nuestros padres ni a nuestros abuelos; rechazamos la estructura de un sistema dado que se nos queda ya un tanto anticuado y que se antoja incapaz de prepararnos para los tiempos que vendrán. Y quizás no sepamos todavía exactamente cómo alcanzar esa emancipación intelectual, pero en tiempos de post verdad, hechos alternativos o fake news , el pensamiento crítico (en el que tanto ahínco hacemos los filósofos) puede tener mucho que ver con ello. Hagamos, pues, de la reflexión filosófica un hábito, tanto en las aulas como fuera de estas.
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